viernes, 13 de junio de 2014

                                   PAULA    

El caso pasó y pasará desapercibido en medios de tantos mundiales, indagatorias, santificaciones papales, ascensos de clubes y otras malas yerbas de nuestra patria fashion. El cuerpo de Paula Gimenez se encontró en el basurero del CEAMSE, un lugar demasiado común para los pobres, con demasiado olor a fosa de descartables. Atrás de lo macabro de esta historia evidentemente se encuentran otros temas: el lugar que tienen las personas en situación de calle en la pulcra y docta Buenos Aires, la naturalización escalofriante de aquellos que ven a una persona durmiendo en un contenedor, tapándose del frío y solo atinan a llamar por handie, y se van,  y la que más altera mi sueño es el hecho de pensar que era una enferma psiquiátrica que estaba abandonada a la buena de Dios. Ese cóctel me duele, me moviliza enormemente y quisiera compartirlo con la querida Comunidad de Santa Cruz cuyas fronteras  son cada vez más atrevidas.
La otra Buenos Aires, la de los que turistean solo en Constitución y Retiro, ve con zozobra a quienes han declarado la guerra hace tiempo a los locos. La escandalosa persecución de los combatientes del Borda ha sido, lejos, el evento más trágico desde que se inventó el halopidol. Dejaré a un costado el tema libre de la situación de Campo de Concentración del Borda, Moyano, Tobar y otros privados sólo con mejor apellido. Que tengan mejores aerosoles no significa mejor status.  Todos los conocemos y forman parte de nuestro escenario pendiente, desde siempre. Crecimos viéndolos derrumbarse. También crecimos soñando que el mundo podría ser alguna vez más Colifata y menos Cuerdoso. Me refiero al hecho de que hay una lógica perversa en el cierre de los hospitales públicos para pacientes en situación de genocidio social.
En un Congreso reciente se habló sobre los logros argentinos en des-manicomialización, palabra tan larga como insólita. El planteo es tan antiguo como el psicoanálisis y reagudiza cada vez que los modelos hegemónicos en temas de salud se asocian a poderes autoritarios fundamentalistas. Es verdad que quisiéramos que todos estuvieran fuera del manicomio, que estuvieran con sus familias, que el Estado los apoyara, que la sociedad los aceptara y les diera trabajo. Pero, ¿esa es la realidad? ¿Esas fronteras están ya superadas? Lo que vemos de verdad en el ataque hacia las instituciones neuropsiquiátricas donde viven los pobres más pobres es un ejercicio de gran intolerancia bajo el discurso progre de la inserción social. La verdad de la milanesa es que los locos en Buenos Aires vagan por las calles, comen bajo los puentes y duermen en contenedores tapándose con diarios.  Esa es la historia de Paula y de miles de diagnosticados en instituciones que son cómplices de ese descarte. Un director de un hospital ante mi insistencia de internar a una paciente que vagaba en la puerta de un templo, alucinando protozoarios, me contaba de las bondades de la des-colifación en París. Intenté recordarle dónde estábamos y seducirlo con el argumento del desprecio que sentimos cuando las personas son educadas y manipuladas bajo paredes y celdas pero que también creía en la inmensa creatividad del Estado Wellness, y admiraba a hospitales públicos donde hemos visto nacer personas ingeniosas como Carrillo, Mazza o Sanguinetti. Igual, pontifiqué no entender qué significa que no nos hagamos cargo de los pacientes o cuál rating estábamos logrando mandándolo a la calle. Trascartón, los 90 del hambre nos ha dejado una gran secuela en la salud mental, grandes heridas se han plasmado en las neuronas de nuestra gente logrando altísimas tasas de  discapacidad.

La tilinga dirigencia porteña con la complicidad de los grandes oligopolios médicos y farmacéuticos tiene una concepción de la atención de salud mental comparada a hacer marketing del tomate. Seguimos siendo un gran laboratorio neoliberal donde las personas no parecen valer y donde la fría ciudad nos muestra a las víctimas con insoportable desnudez. Paula somos todos, un número cruel, una estadística no mostrada, una familia que llora sin consuelo, flashes de cámaras fugaces y muchas, muchísimas miradas hacia el otro lado. Todos nos tendremos que hacer cargo y rendir semejante examen que siempre hemos aprobado zafando: la vida de los hermanitos y hermanitas que recorren descalzos, sin frazada, la ciudad de tan desgraciado realismo mágico.